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Seminario sobre maltrato estructural en la vejez. Intervención de Mons. Alejandro Goic, Presidente de la Conferencia Episcopal de Chile.

Miércoles, 17 de Junio de 2009
Artículos, experiencias, actividades

Construyamos una sociedad fraterna que acoja a todas las edades

Presentación en el Seminario “¿Es posible una sociedad para todas las edades? Maltrato estructural en la vejez, una realidad en la sociedad chilena”, con ocasión del Día Mundial por el no maltrato a los ancianos, celebrado el 15 de junio de 2009.

Muy buenas tardes para cada uno y cada una de ustedes. Un saludo agradecido también a mis ‘colegas’ con quienes comparto este panel.

Quiero comenzar haciendo un reconocimiento a la celebración que motiva este encuentro. Cuando los representantes de los países que integran las Naciones Unidas decidieron conmemorar el Día Mundial de la toma de conciencia del abuso y maltrato en la vejez, el 15 de junio del año 2006, quedó instaurada esta fecha con su objetivo inicial:

Desarrollar una mayor conciencia social y política de la existencia del maltrato y abuso producido a las personas ancianas, en el entendido que es algo inaceptable, que presenta múltiples formas, que muchas veces está oculto en las sociedades y que se puede prevenir.

Sin duda, este ha sido un nuevo paso de humanización que vamos ganando en el desarrollo individual y también en el de nuestras sociedades. También hay que reconocer a aquellos muchos pueblos que han tenido, y algunos aún mantienen, el respeto y veneración a sus ancianos como experiencia y práctica social importante, reconocida y destacada. Pueden existir también otras sociedades con costumbres que no tengan igual consideración al anciano.

Nosotros, en esta reflexión, reconocemos que, especialmente a partir de la época moderna, comenzó a exaltarse lo joven, una cierta forma de belleza y la productividad eficaz, provocando un cambio en la forma de considerar la edad avanzada y, en muchos casos, suscitando una forma de maltrato psicológico: la desvalorización, la marginación y, a veces, hasta el desprecio por los ancianos.

Según algunas fuentes, el 10% de los habitantes del planeta son mayores de 60 años y es un tramo etario que está creciendo rápidamente con personas en mejores condiciones de salud, de lucidez y de sociabilidad, gracias a los adelantos de la medicina, las mejores condiciones higiénicas y los avances tecnológicos. Podemos considerar que esto es un logro de la humanidad, aunque también nos damos cuenta que muchos de quienes llegan a la vejez lo hacen teniendo que enfrentar pobreza, marginación, discriminación, violación a sus derechos, entre otras formas de abuso.

Por esto nos alegra mucho estar reunidos hoy aquí para contribuir al desarrollo de una conciencia más crítica, más comprometida ante esta realidad. Para nosotros como Iglesia esta es una tarea importante porque no podemos pasar de largo o quedar indiferentes frente a ella.


Los ancianos de hoy no son como los de ayer

Quienes intervinieron antes que yo, en esta tarde, plantearon con más argumentos y más solidez que la mía lo que ahora quiero proponerles.

Cuando hoy día hablamos de vejez, ¿estamos usando una palabra unívoca? ¿No será que en realidad hay varios tipos de vejez?

La imagen del anciano sentado en la plaza dando de comer a las palomas ya no es la única. Mejores condiciones de salud permiten ancianos activos, capaces de seguir aportando a la sociedad. El censo del año 2002 nos dice que un 11,4% de la población chilena es adulta mayor, es decir más de un millón 700 mil personas, de las cuales el 70% son autovalentes y sólo el 4% dependientes. El 26% restante son semivalentes. Es decir, estamos hablando de un segmento de población activa y en condiciones de seguir aportando a la sociedad.

Sabemos que hay organizaciones propias de los adultos mayores, no sólo los clubes sino también talleres literarios y otros espacios de encuentro. Además, en los últimos años cuentan con apoyos del Estado tales como los viajes turísticos que les dan una autonomía que no conocían nuestros abuelos y les brindan un merecido ‘regalo’ (así se llamó una reciente película dedicada a los adultos mayores, ¿no?).

Con estos cambios, ¿es válido seguir hablando de límites de edad para demarcar el momento en que un anciano deja de ser útil en la sociedad: jubilación, limitaciones para el acceso a estudios o al trabajo?

Quiero aclarar que no estoy haciendo una defensa personal porque es verdad que yo mismo soy un adulto mayor según estos límites de edad.

Lo que quiero señalar es que nuestra mirada a los adultos mayores requiere hoy día asumir una mayor diversificación: la imagen del anciano no es única, porque no lo es su realidad.

Cada uno y cada una en lo personal y también la sociedad en su conjunto, tendríamos más bien que asumir que lo propio de la vida es el envejecimiento y que la vejez es un período caracterizado por lo que cada uno ha vivido en su desarrollo personal, cada uno lo ha construido con las decisiones y los pasos que ha ido dando durante su vida.

Aquí hay una tarea importante a asumir con energía: contribuir a cambiar la imagen actual del envejecimiento y la vejez por otra más realista, menos estereotipada, menos marcada por actitudes poco respetuosas como son el paternalismo o el asistencialismo. Me alegra mucho que esta sea una perspectiva asumida por nuestra Pastoral del Adulto Mayor.

Por ello nuestra reflexión hoy apunta a algo muy esencial que es considerarnos como persona. Quienes vivimos en esta etapa de ser adultos mayores seguimos siendo personas integrales, plenas, todavía en desarrollo. Continuamos el mismo proceso vital del envejecimiento que están viviendo quienes lo hacen en otro período de vida.


Nuestra dignidad de persona

Para nosotros que seguimos al Señor Jesús, las personas somos criaturas de Dios, creadas con igual dignidad, lo que requiere reconocernos como sujetos de derechos: ante todo el derecho a vivir con respeto, valoración, y en condiciones adecuadas para el pleno desarrollo.

De aquí que sean inaceptables las variadas formas de discriminación: raciales, económicas, sociales, culturales, políticas y cualquier otra. Toda discriminación constituye una injusticia intolerable, no tanto por las tensiones y conflictos que puede acarrear a la sociedad, cuanto por el deshonor que inflige a la dignidad de la persona; y no sólo a la dignidad de quien es víctima de la injusticia, sino todavía más a la de quien la comete.

No puedo dejar de reconocer aquí que también nosotros, en nuestra Iglesia, cometemos esta falta. ¡Tantas veces los ancianos son discriminados, marginados! En nuestras parroquias, en nuestros movimientos, en nuestras organizaciones, muchas veces priman también los valores culturales que atropellan a las personas mayores. En muchos lugares tenemos estructuras eclesiales que no les acogen, no les conceden espacios para sus organizaciones o para sus actividades propias. Muchas veces los menospreciamos porque caemos en la seducción de los valores que nos impone el actual modelo socioeconómico: juventud, éxito, estereotipos que a veces están tan lejos de los que nos propone el Señor Jesús.

Las personas adultas mayores estamos llamadas a ser protagonistas de los procesos de desarrollo, a mantener una activa participación social, mientras estemos en condiciones de hacerlo. La mayoría no somos “objeto” de la acción social, “beneficiarios” o los “abuelitos” a quienes hay que cuidar, ayudar y sostener. Sin duda habrá que mantener con cariño y profesionalismo hogares donde acoger a quienes lo necesiten de ese 4% de ancianos dependientes por enfermedad, deterioro u otra causa. ‘

Aprovecho de hacer un reconocimiento agradecido a todas esas personas que atienden con abnegación, cariño y dedicación a ancianos y ancianas en los hogares que mantiene la Iglesia. Ellos y ellas también merecen nuestra apoyo para que el servicio que están ofreciendo no sea sólo de asistencia, necesaria y válida, sino también de aliento a la esperanza, a la alegría y a la vida agradecida y reconocida en las personas mayores a las que atienden.

El gran desafío actual es justamente recuperar esta confianza en el protagonismo humano, sobre todo cuando el individuo se percibe arrollado por los cambios y marginado frente al otro, en una sociedad cada día más impersonal y competitiva.

El “Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia” del Pontificio Consejo Justicia y Paz, en su nº 388, nos dice que: “en la época actual se considera que el bien común consiste principalmente en la defensa de los derechos y deberes de la persona humana. En los derechos humanos están condensadas las principales exigencias morales y jurídicas que deben presidir la construcción de la comunidad política”. En esto deben tener cabida todas las personas, de todas las edades y condiciones.


¡Basta de maltrato y abuso!

Puede ocurrir a veces que el propio adulto mayor tenga una imagen negativa de sí mismo, como una persona incapaz o sobrepasada por las condiciones del entorno social, perdiendo incluso su percepción de libertad y autonomía. Además, la situación del adulto mayor empobrecido, que vive en condiciones inhumanas nos cuestiona. Ante esas situaciones, creemos que la mejor acción que podemos hacer es reconocerlos sentándolos a nuestra mesa, compartiendo con ellos, caminando juntos.

Hay un sustrato cultural que favorece el maltrato y el abuso con los ancianos:

- Una sociedad orientada al éxito entendido como ganar más dinero y demostrarlo a veces con ostentación, tener prestigio y destacarse de los demás, etc.
menosprecia al anciano a quien no considera válido en esa competencia;

- Una sociedad que sobrevalora lo juvenil,
opaca al anciano.

- Una sociedad donde la violencia ocupa un lugar central en las relaciones interpersonales,
margina a los débiles: ancianos, mujeres, niños.

- Una sociedad hecha para el consumo masivo, centrada en el lucro de los negocios,
deja fuera de ella a quienes no son activos consumidores.

La violencia y el abuso contra las personas de edad van desde expresiones y formas sutiles hasta algunas más graves y con consecuencias a veces dramáticas. Sin embargo, muchas de estas manifestaciones de violencia son invisibles porque no son informadas a las autoridades y, en muchos casos, son sufridas en silencio por las personas de edad. Otras veces el peso de la cultura dominante hace que, simplemente, no sean reconocidas como tales.

En el Documento de la reciente reunión en Aparecida, Brasil, los obispos de América Latina y El Caribe, nos dicen que “dentro de esta amplia preocupación por la dignidad humana, se sitúa nuestra angustia por los millones de latinoamericanos y latinoamericanas que no pueden llevar una vida que responda a esa dignidad. La opción preferencial por los pobres es uno de los rasgos que marca la fisonomía de la Iglesia Latinoamericana y caribeña. De hecho, Juan Pablo II, dirigiéndose a nuestro continente sostuvo que ‘convertirse al Evangelio para el pueblo cristiano que vive en América, significa revisar todos los ambientes y dimensiones de su vida, especialmente todo lo que pertenece al orden social y a la obtención del bien común (EA 27)’ (DA 391)”.

No podemos cerrar los ojos al hecho de que en nuestro país el 11% de las personas mayores de 60 años se encuentra en situación de pobreza, es decir casi 200 mil personas. Aún más: la cuarta parte de ellas viven en la indigencia.

En Julio del 2005 se realizó el primer catastro de personas que viven en la calle. Allí se identificó a 7.254 personas en esa situación, en todo el país. De ellas, el 25,6% tienen 60 años o más, es decir 1.857 personas. Ellos son el primer rostro sufriente de hermanos nuestros, que los obispos latinoamericanos hemos dicho que nos duelen, que no nos dejan tranquilos.

Permítanme traer aquí un texto conmovedor de san Alberto Hurtado en el que describe a estas personas. Dice él: “… los que nada tienen, los que no cuentan con propiedad ni con pensión ni tienen un seguro ni educación y muchos, ni siquiera salud. Son esos miles de vagabundos que ni Santiago ni el país pueden ocultar aunque quieran, porque son demasiado numerosos, esos miles de seres que a primera vista nos inspiran horror por su decadencia física, sus harapos, y por la ruina moral que en ellos se adivina. No son los pobres sino los vencidos por la miseria“.

Por otra parte, en el total de la población pobre del país (que llega casi al 12%), la población adulta mayor representa el 5,2 %: ¡casi la mitad!

Desde nuestra perspectiva cristiana, esta realidad de pobreza, como también su consecuencia de exclusión social y desvalorización de la imagen de las personas mayores, constituyen graves violaciones a los derechos fundamentales y hacen persistir la violencia, el abuso y maltrato en contra de ellos.

Sin duda, esta no es la única forma de abuso o maltrato. También reconocemos el maltrato físico, sicológico, patrimonial o financiero que muchas veces sufren los ancianos, tanto de parte de sus propias familias como de su entorno.

Y no podemos dejar de considerar también el maltrato estructural o social, entendiendo aquí a los estereotipos negativos que se tienen acerca de la vejez y que ocasionan muchos de los atropellos hacia las personas mayores.


Medidas de protección

Por ello nos alegra mucho que en nuestro país el desarrollo de la conciencia sobre esta situación esté ayudando a que se tomen medidas de protección.

Una de ellas, por ejemplo, es la reciente aprobación por la Comisión de Constitución del Senado del proyecto de ley que modifica las leyes de violencia intrafamiliar, la que crea los Tribunales de Familia y el Código Penal, para proteger a los adultos mayores. Este proyecto apunta a que cuando un adulto mayor sea víctima de un abuso las personas que estén en conocimiento de ello estén obligadas a denunciarlos. Para ello modifica la Ley de Violencia Intrafamiliar señalando que el Estado deberá adoptar las políticas orientadas a prevenir la violencia intrafamiliar, en especial contra la mujer, los adultos mayores y los niños y prestar asistencia a las víctimas.

También modifica la Ley que creó los Tribunales de Familia, estableciendo la obligación del juez a disponer de medidas de protección para los adultos mayores o personas afectadas por alguna incapacidad o discapacidad. Agrega que tratándose de adultos mayores en situación de abandono, es decir, de un anciano que requiera cuidados y esté desamparado, el tribunal podrá decretar su internación. Finalmente, el proyecto modifica el Código Penal para establecer que quienes hurten, defrauden o causen daños a los adultos mayores, estarán expuestos a ser sancionados por su responsabilidad criminal, si es que son los cónyuges o parientes consanguíneos hasta el primer grado en línea recta.

Menciono este proyecto de ley como un ejemplo de los avances que vamos logrando en este proceso. Además que en el tema particular a que se refiere, puede llegar a llenar un vacío en la legislación que no consideraba la situación específica de los adultos mayores en leyes relacionadas con violencia, maltrato o abuso.

Con pasos como este, y otros tantos que se van dando en las varias organizaciones dedicadas a contribuir al desarrollo de nuestra sociedad, vamos logrando mitigar y aminorar las terribles, y a veces trágicas, consecuencias que sufren las personas mayores por esta situación: baja en su autoestima, aislamiento, tristeza, sentimientos de temor, ansiedad, depresión, pérdida de sus roles e inactividad, dependencia y discriminación.


Soñemos una sociedad mejor para todos

Vuelvo al comienzo de esta sencilla intervención.

Consideramos muy atinada esta conmemoración, en primer lugar, porque apoyamos y fomentamos esta denuncia como una contribución para que a las personas mayores se las respete por su dignidad de hijos e hijas de Dios.

Por eso me alegra mucho que sea Caritas Chile, que tiene como lema estar al servicio de la dignidad humana, la organización que lleve adelante este programa de Pastoral del Adulto Mayor que ha recibido por encargo de la Conferencia Episcopal de Chile, y se lo agradecemos profundamente.

La labor que realiza la Iglesia en este campo está orientada, como en muchos otros ámbitos, a defender la vida, a favorecer el respeto a la vida y a promover condiciones que permitan que la vida se desarrolle en plenitud. Para nosotros la defensa de la vida no alude sólo a su desarrollo desde la concepción hasta la muerte natural, sino también a que las personas vivan en condiciones dignas, apropiadas para su desarrollo personal, con igualdad de oportunidades y en comunión fraterna que acoge a todos: a cada uno y a cada una.

Por eso, para ir concluyendo en esta presentación, quiero destacar algunas situaciones que anhelamos para nuestra sociedad.

- Anhelamos ancianos respetados, con espacios propios para su desarrollo personal, acogidos en ámbitos donde su aporte de experiencia acumulada y sabiduría puedan ser aprovechados por toda la sociedad.

- Anhelamos adultos y adultas mayores que han madurado su fe en Dios, que han superado al Juez castigador y viven más bien la experiencia del Padre cariñoso que nos cuida con su Misericordia y que la transmiten tiernamente a sus nietos y a otras personas de sus familias y de sus entornos.

- Anhelamos jóvenes, niños y también adultos, abiertos a dialogar con sus ancianos, a recibir de ellos sus aportes y también a mostrarles los nuevos códigos culturales, las nuevas perspectivas sociales y sus propias inquietudes, construyendo juntos una sociedad más humana en la que todos podamos interactuar con respeto, enriqueciéndonos mutuamente.

Desde nuestro seguimiento del Señor Jesús y a imitación suya, no podemos quedar pasivos ni aceptar una sociedad, ni menos a nuestra Iglesia, que deja debajo de la mesa, que excluye o margina, a una parte de sus integrantes. Ese es un síntoma de enfermedad social: ¡nadie puede quedar excluido o sentirse fuera en una sociedad sana!

Las condiciones que facilitan estos síntomas tienen raíces culturales profundas que serán difícil, pero no imposible, de modificar. Requieren un arduo, persistente y variado esfuerzo permanente de todos nosotros, de nuestras instituciones y de cada uno de nosotros en lo personal, para erradicarlas y poner en su lugar actitudes de respeto, de acogida, de diálogo.

¡Ese es el desafío que tenemos hoy!

Y a ese desafío deseamos hacer frente con cariño, con esperanza y con nuestra fe puesta en el Dios Amor que nos guía.

El Documento de Aparecida, en su número 450, nos plantea esta tarea: “La Iglesia se siente comprometida a procurar la atención humana integral de todas las personas mayores, también ayudándoles a vivir el seguimiento de Cristo en su actual condición, e incorporándolos lo más posible a la misión evangelizadora. Por ello, mientras agradece el trabajo que ya vienen realizando religiosas, religiosos y voluntarios, quiere renovar sus estructuras pastorales, y preparar aún más agentes, a fin de ampliar este valioso servicio de amor”.

Les animo a seguir adelante en esta hermosa tarea de contribuir a construir, todos juntos: niños, jóvenes, adultos y ancianos, una sociedad en la que nadie quede debajo de la mesa, en la que todos tengamos un lugar, seamos respetados y valorados, así como nos respeta y valora nuestro Padre Dios.

Muchas gracias.

+ Alejandro Goic Karmelic
Obispo de Rancagua
Presidente de la Conferencia Episcopal de Chile


Santiago, junio 16 de 2009.