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Políticas y sistemas integrales de cuidados de largo plazo para las personas mayores: análisis de experiencias en América Latina y el Caribe

Martes, 02 de Enero de 2024
Políticas y Derechos

La llamada “crisis de los cuidados” provocada por la pandemia de enfermedad por coronavirus (COVID-19) ha revelado las desigualdades a que se enfrentan tanto las mujeres y sus familias como las personas que trabajan en el ámbito de los cuidados y, por supuesto, quienes los requieren. En dicho contexto, el territorio, el género, la pertenencia étnica, la clase social, la situación migratoria, las identidades sexogenéricas y la situación de salud o enfermedad, entre otros, profundizan y perpetúan las desigualdades socioterritoriales. Asimismo, otro hecho manifiesto es que los cuidados de largo plazo se encuentran en crisis y requieren, también, una urgente reorganización, redistribución y revalorización social.

Es así que en América Latina y el Caribe hay alrededor de ocho millones de personas mayores que requieren asistencia para llevar a cabo actividades básicas de la vida diaria, en particular comer, vestirse o bañarse, una cifra que podría triplicarse hacia 2050 y alcanzar los 27 millones de personas (Cafagna y otros, 2019). En la actualidad, el 1% de la población total de la región —una cantidad equivalente al 12% de las personas mayores de 60 años— es dependiente por motivos de enfermedad o discapacidad y requiere cuidados de largo plazo (Cafagna y otros,  2019).

Se estima que en 2030 el 17% de la población será mayor de 60 años, que en 2050 esa proporción habrá aumentado a una cuarta parte de la población (Cafagna y otros, 2019, pág. 7), y que  hacia 2100 casi un tercio de la población tendrá más de 65 años (Turra y Fernandes, 2021, pág. 14). Si se tiene en cuenta que hay más probabilidades de que las personas mayores de 60 años presenten alguna dependencia funcional, puede afirmarse que el envejecimiento poblacional conlleva un aumento considerable  de las necesidades de cuidados (Cafagna y otros, 2019). Sin embargo, los cuidados que pueden ofrecer las familias en sus hogares se están reduciendo debido a los cambios que están experimentando en su estructura, en ámbitos como la disminución de la fecundidad, la reducción de su tamaño, su verticalización, el envejecimiento, las migraciones, los divorcios y el aumento de los hogares unipersonales (Huenchuan, 2009; Oddone, 2020, pág. 47).

El aumento de la demanda de cuidados y el hecho de que ya no es posible ni deseable que las mujeres continúen proveyéndolos de manera informal han generado una crisis en el ámbito de los cuidados que hace cada vez más necesaria la corresponsabilidad social y la intervención del Estado para proveer sistemas integrales de cuidados (CEPAL, 2010; Comas-d’Argemir y Bofill-Poch, 2021).

A fin de hacer frente a la crisis de los cuidados, los Estados de la región han impulsado, a través de distintas Conferencias Regionales sobre la Mujer, el reconocimiento del derecho humano al cuidado y un cambio del paradigma de desarrollo para avanzar hacia uno centrado en el cuidado de las personas y el medio ambiente, a fin de establecer una “sociedad del cuidado” (CEPAL, 2022a). El derecho al cuidado incluye el derecho de toda persona a acceder a los cuidados que requiera para garantizar su bienestar, el derecho de las personas a decidir no brindar cuidados, o brindarlos en condiciones dignas, y el derecho al autocuidado.

De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), el cuidado de largo plazo se ha definido como:

[…] el sistema de actividades realizadas por cuidadores informales (familia, amigos o vecinos) o por profesionales (trabajadores de la salud, trabajadores sociales y otros) para asegurar que una persona que no es plenamente capaz de su autocuidado pueda mantener el más alto nivel de calidad de vida posible, de acuerdo con sus preferencias individuales, con el mayor grado posible de independencia, autonomía, participación, realización personal y dignidad humana” (OMS, 2002, pág. 7).

Entonces, ¿cómo puede definirse a las personas que no son plenamente capaces de proveerse autocuidados? Son aquellas que no pueden realizar actividades necesarias para la vida diaria sin la ayuda de otros por un período prolongado (OMS, 2015, citado  en Cafagna y otros, 2019, pág. 6). Comer, vestirse, bañarse, acostarse y levantarse de la cama, ir al baño y contener los esfínteres se definen como actividades básicas de la vida diaria, en tanto que prepararse la comida, limpiar, lavar, tomar medicamentos, trasladarse a lugares más allá de la distancia que puede recorrerse a pie, ir de compras, gestionar los asuntos de dinero y utilizar el teléfono o Internet se definen como actividades instrumentales.

En consecuencia, en la elaboración de las políticas de cuidado de largo plazo debe tenerse en cuenta que los grupos sociales con menos poder y menos recursos económicos, o aquellos que enfrentan discriminaciones múltiples, tienden a presentar mayores necesidades de cuidados de largo plazo y enfrentan mayores obstáculos para satisfacerlas. En el caso de las personas mayores, se requiere que las políticas de cuidados ofrezcan una amplia gama de servicios, a fin de responder de manera adecuada a las necesidades específicas de cada situación particular y, a su vez, garantizar su derecho a recibir cuidados en condiciones de igualdad y no discriminación (Huenchuan y Roqué, 2009; OEA, 2015).

Junto con la educación, la salud y la seguridad social, las políticas integrales de cuidados han sido reconocidas como uno de los pilares fundamentales del bienestar social (ONU-Mujeres/CEPAL, 2021) o del sistema de protección social (Comas D’Argemir, 2015). Dichas políticas persiguen un doble propósito: por un lado, garantizar el derecho al cuidado de las personas dependientes y, por otro, redistribuir el trabajo de cuidados entre los diferentes actores responsables del cuidado, promoviendo la igualdad de género.

En este sentido, es necesario diseñar sistemas integrales de cuidados que tengan en cuenta las cuestiones relativas al género, la interseccionalidad, la interculturalidad y los derechos humanos, que promuevan la corresponsabilidad entre las mujeres y los hombres, el Estado, el mercado, las familias y la comunidad, y que incluyan políticas articuladas en torno al tiempo, los recursos, las prestaciones y los servicios públicos universales y de calidad, a fin de satisfacer las distintas necesidades de cuidado de la población como parte de los sistemas de protección social (CEPAL, 2020).

Con respecto a los beneficios de la inversión en políticas integrales de cuidados, se ha demostrado que generan un dividendo triple que favorece el desarrollo económico de los países, a saber: i) en primer lugar, los cuidados y la educación que se brindan a la infancia repercuten de manera positiva en su desarrollo y en sus posibilidades futuras de acceder a mejores empleos; ii) en segundo lugar, los incentivos para formalizar el trabajo de cuidados, sean a través del Estado o del mercado, no solo permiten regular este sector para aumentar su calidad, sino que generan retornos en la forma de impuestos y aportes a la seguridad social, y iii) finalmente, la inversión en los sistemas de cuidados facilitaría la inserción de las mujeres en el mercado laboral y les permitiría aumentar los ingresos de sus hogares y romper el ciclo de la pobreza, que surge cuando no se tienen opciones para despojarse de la carga del trabajo de cuidados no remunerado (Bango y Cossani, 2021, pág. 19). También se ha reconocido que las políticas en materia de cuidados de largo plazo reducen el gasto en servicios sanitarios, ya que el número de emergencias se reduce y los cuidados mejoran la salud de las personas mayores (Cafagna y otros, 2019).

Al respecto, Cafagna y otros (2019) consideran que los gobiernos deben ofrecer incentivos para hacer crecer el mercado de los servicios privados de cuidados de largo plazo, independientemente de que sean brindados por trabajadores y trabajadoras a cuenta propia, por residencias privadas de larga estadía, por empresas de servicios a domicilio o por empresas que brindan teleasistencia u otro tipo de soluciones de cuidados a través de la tecnología. Esto responde a que “pueden ser un poderoso motor de generación de empleo” (Cafagna y otros, 2019, pág. 48). Al respecto, la República de Corea es un ejemplo del crecimiento de este sector, ya que en menos de diez años ha logrado desarrollar un mercado de cuidados de largo plazo que emplea al 1% de la población, del cual el 95% son mujeres (Cafagna y otros, 2019, pág. 48).

No obstante, existen algunas limitaciones para aplicar la propuesta del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en los países de  América Latina y el Caribe, una de las regiones con mayor desigualdad económica del mundo, en la que solo un sector reducido de la población podría pagar servicios privados de cuidados de largo plazo, que quedarían fuera del alcance de la mayoría. En consecuencia, si los Gobiernos de la región no logran garantizar los servicios de cuidados de largo plazo como un derecho humano cuya accesibilidad no se vea limitada por la posición económica de las personas, las medidas como las que sugiere el BID no harán más que profundizar las brechas de desigualdad en el ámbito del acceso a los cuidados.

Por otro lado, la promoción de los servicios privados de cuidados debe ir acompañada de procesos y mecanismos de regulación y seguimiento impulsados por los gobiernos, a fin de asegurarse de que la lógica del lucro económico no se imponga por sobre las necesidades de cuidados de las personas mayores.”

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FUENTE: cepal.org - 13/12/23

https://www.cepal.org/es/enfoques/politicas-sistemas-integrales-cuidados-largo-plazo-personas-mayores-analisis-experiencias?utm_source=CiviCRM&utm_medium=email&utm_campaign=20231228_Boletin_Envejecimiento_21