El Dr. Dinamarca es Gerente del Departamento de Docencia e Investigación del Hospital Geriátrico de Limache.
TREINTA Y TRES
José Luis Dinamarca
Sol pleno y suave, acariciante. Sus rayos danzan plácidamente en el agosto limachino, posándose, a medida que descienden, para inventar nuevas figuras en las ramas deshojadas de los añosos liquidámbares y plataneros… Regalan románticos toques de cristal a contraluz a las flores de los magnolios, que semejan vasos llenos de néctar o redondas velas dispuestas caprichosamente en un gran candelabro de madera… Repintan el suave tono pastel de los húmedos muros de adobe y se deslizan desde ellos silenciosamente hacia las acequias y canales. En ellos, el agua soñolienta se refresca mientras corre cantando hacia los campos y el estero.
El aire es tibio y agradable. Los chincoles trinan sus típicos sones desde sus moradas en las palmeras, que de vez en cuando les aplauden quedamente. El paisaje tiene un aspecto de cálida sinfonía de arroyos, aves y árboles destinada a relajar a quien la contemple y se introduzca en ella. Nada parece perturbar la inquieta quietud vital de la tarde.
– «Treinta y tres…»
– Muy bien, otra vez.
– «Treinta y tres…»
– Otra vez…
– «Treinta y tres…»
– ¿Qué edad tiene usted?
– «Treinta y tres…»
A la señora Juanita le tocó un siglo difícil. Como dice «Cambalache», un «despliegue de maldad insolente». ¡Y bien debió haber conocido ese tango y otros! Vivió feliz en su parcela escuchando a Gardel, Canaro, De Angelis, D´Arienzo… De allende los Andes cruzaban raudos los sones tangueros, para deleitar por las radios y por alguna de las escasas victrolas los oídos del esforzado pueblo de Limache. También le acompañaron cuecas y tonadas, pasodobles, charleston, valses, baiones, boleros. A veces ella se tomaba un silencio pensativo tras nombrar a Glenn Miller o a Pedro Vargas que, aunque distantes cronológicamente, en sus recuerdos sin tiempo se fusionaban en una galería continua de canciones y emociones. Cerraba los ojos y sólo un leve temblor en sus arrugados párpados o en sus labios, compañero ocasional del Parkinson desgastante, delataba alguna íntima emoción, algún recuerdo personal revivido desde las antiguas partituras para piano, bandoneón, violines, contrabajos, guitarras…
Cierro mis ojos y en la mente intento inventarme un recuerdo, una añoranza de la Juanita de 33 años… Es difícil «recordar» algo no vivido. De veras imposible si no fuera porque los mismos sones permiten adivinar aunque más no sea a través de un musical resquicio el ambiente en que nacieron…
Por los pasillos de la casa de la hacienda resonarían los apurados pasos cargados con una gran canasta de ropa que colgar. A lo lejos se escucharía un guitarreo de primas en ritmo caribeño, y luego la dulce y susurrante voz lastimera de algún cantor de boleros surcaría el aire como en una barca…
Imagino al estero corriendo tal como ahora, aunque más solitario. Hoy en día existe, entre Hospital y Hospital (que en Limache hay dos), entre ribera y ribera, una gran cantidad de casas y poblaciones que hace 70 años no existía. Por lo mismo, las pequeñas garzas blancas que pululan elegantemente por las orillas habrán vivido sin tantos sobresaltos su vida entre acuática y aérea, volando cada atardecer también sin tantos sobresaltos a su morada en los plataneros que están entre Freire y Pedro de Valdivia. Sepa Dios por qué los eligieron a ellos, habiendo tantos otros a lo largo de la Avenida Urmeneta. ¿Será porque fueron los que crecieron más rápido? ¿O será porque son los que primero dejan de recibir la luz del sol? Cualquiera sea la causa -que habría que preguntársela a ellas mismas- siguen viviendo allí, en los mismos plataneros, y el blanco testimonio de su presencia lo atestigua el pavimento y algunos parabrisas…
– La vida antes era más tranquila, Doctor… No había tantas cosas por las que apurarse…
La cascada voz de la señora Juanita hace una pausa para recuperar el aliento robado por la insuficiencia cardíaca congestiva.
– Eso hacía que la gente… se sintiera segura y contenta con cosas… que no eran tan difíciles de lograr… Creo que por eso la gente era más feliz…
– ¿Es usted feliz ahora, Juanita?
Y la señora Juanita me miraba, y al mirarme no sólo me veía a mí sino que, como si sus cataratas fuesen espejos espaciotemporales, en un instante veía también los corredores de hace 70 o más años, las calles de tierra, los canales, el estero, las garzas, los plataneros pequeños…
– Sí, Doctor, soy muy feliz.
Y sonreía.
A pesar de las cataratas; de la artrosis; a pesar de la congestión pulmonar y de la insuficiencia cardíaca -terminal- que apenas la dejaban moverse sin cansarse; a pesar del Parkinson que no le permitía siquiera comer por sí misma. A pesar de estar encamada y de ser absolutamente dependiente para sus necesidades más básicas. A pesar de estar sola en la vida, pues había sobrevivido hasta a sus hijos. A pesar del dolor y del aburrimiento; de la incomodidad y de la angustia, la señora Juanita era feliz. Y no sólo feliz, sino «muy» feliz. No una felicidad intelectual, una felicidad pensada racionalmente, como conclusión balanceada entre lo logrado y lo no logrado; sino una felicidad con sonrisa incluida… La de la señora Juanita era una felicidad de verdad.
– Hello, bye-bye…
– ¿Le cuento lo que dice la canción?
– Yo también… me alegro… Doctor…
El día transcurrió rápido, como transcurren inevitablemente los días en cualquier Hospital. Y la tarde fue lentamente adueñándose de todo con sus tintes añiles y violetas. El sol comenzó a despedirse de los árboles, los muros y acequias. Los chincoles cedieron su tribuna a los grillos. Las garzas comenzaron a dirigirse a sus hogares en las copas de los plataneros. Nuevamente, al pasar de un servicio a otro, me pareció que nada turbaría la paz de la tarde.
No se puede respirar en las condiciones en que estaba la señora Juanita. Y si no salía adelante con los diuréticos no había nada más que hacer. Lo habíamos conversado los dos antes, y ella estaba de acuerdo: Nada de medidas extraordinarias. Nada de resucitación ni de traslados urgentes. Nada de nada.
Recé en mi interior por la señora Juanita y, mientras pasaban las ampollas de diurético desde los jóvenes envases de vidrio a sus gastados envases venosos, reviví la conversación que habíamos tenido ese mismo día en la visita que le hice después de almuerzo.
«¿Es feliz usted, Juanita?…»… «Hello, bye-bye»… «Valparaíso…»… «I saw the harbour lights»… «Treinta y tres años separados…»
– Treinta y tres años no más pues, Juanita. Le voy a apagar la radio…
Me aprieta más la mano.
Una lágrima hace atisbo de asomar en mis ojos nublados, y la dejo correr.
